Como el aceite de Getsemaní:

Sobre la Amistad, y «Convirtiéndonos en los cuáqueros que el mundo necesita» 

Noah Merrill

Buenas tardes, Amigos,

Me han dicho que poco después de yo nacer, mi madre me trajo a mi primera reunión de adoración. Ella decía que yo había asistido a muchas antes, mientras me llevaba en el vientre.  Me acuerdo de vislumbres en esos primeros años, sobre todo de imágenes y sensaciones.  Más que nada, me acuerdo del sentido de haber llegado a casa que encontré en esa adoración, algo que he seguido sintiendo durante toda la vida, un sentido de intimidad espiritual, de ser miembro, de vínculo que jamás me ha abandonado, a pesar de las tempestades y las luchas.  Gracias, Mamá, por tantos regalos.  Gracias por el regalo de llevarme a casa entre los Amigos.

Muchos de ustedes saben que mi madre falleció inesperadamente el jueves, poco después de yo haber llegado a Carolina del Norte para estar con los Amigos ahí reunidos.  Lamento mucho no haber podido estar con ustedes en la asamblea de esta semana, pero me siento agradecido por haber podido estar con mi familia en este tiempo de duelo, y por la oportunidad esta noche de estar con ustedes y con nuestra más amplia comunidad de Amigos alrededor del mundo.  Agradezco a muchos de ustedes sus expresiones de afecto, apoyo, pésame y oración.  A nombre de nuestra familia, gracias.

Los vínculos que muchos de nosotros forjamos al participar en esta reunión de la Sección de las Américas, son difíciles, quizás imposibles de forjar en ninguna otra parte del mundo.  En estos tiempos  de división, desconfianza, y duelo, nunca ha sido más importante cuidar y fortalecer relaciones llenas de amor entre nosotros, el Pueblo de Dios llamado los Amigos.

En todas partes de las Américas, los aquí reunidos hemos perdido vecinos, seres queridos, Amigos amados.  Muchas comunidades de fe entre los Amigos—y las comunidades más amplias en las que vivimos, trabajamos y servimos—han sido devastadas, ya sea por la pérdida de salud y vida durante la pandemia, o por pérdidas relacionadas: inestabilidad económica, escasez y colapso, restricciones de viajes, falta de acceso a necesidades básicas, o la atrofia social que ha dejado a muchos aislados, quebrantados, inseguros sobre el futuro.  Algunos nos sentimos insatisfechos y alterados, aun en medio de relativa comodidad.

Desde el Ártico a los Andes, los años recientes nos han traído polarización política, inestabilidad, y conflicto.  El sufrimiento y la inseguridad están aumentando, empeorados por el caos climático.  En muchas sociedades, los lazos de discurso civil y las relaciones sociales, antes ya frágiles, se han erosionado aún más, y a veces parecen haberse desmoronado por completo.  En muchos lugares, está menguando la fe en que las instituciones pueden salvarnos.  Las ideologías —no importa cuán alto o apasionadamente se proclamen— ya no retienen el poder de asegurar o motivar que antes tenían para muchos. En las culturas a nuestro alrededor, aumentan la soledad y el miedo.

En verdad, este es un tiempo limítrofe, un umbral entre diferentes mundos.  Las señales se encuentran por todas partes.  Las cosas no volverán a cómo estaban.  Los ritmos de la vida comunitaria, las estructuras estables de nuestras instituciones cuáqueras —nuestras juntas mensuales, juntas anuales, y asociaciones más amplias como el Comité Mundial de los Amigos— ya no parecen funcionar de las formas en que confiábamos.  En medio de todos estos cambios, es difícil imaginar el futuro.

Cuando me invitaron a compartir mis pensamientos con ustedes sobre el lema para esta reunión, «Convirtiéndonos en los cuáqueros que el mundo necesita», luché en oración sobre la invitación.  El lema parecía sugerir cosas significativas sobre las que no estaba seguro que yo tuviera mucho que ofrecer.  Sin embargo, al confiar en el discernimiento de los organizadores,  me di cuenta que aquí tenía que haber algún descubrimiento por hacer. Entonces me puse a escuchar, con paciencia y en oración, por lo que quizá pudiera recibir.

Lo primero que el lema sugiere es que el mundo necesita algo, y que nosotros aquí reunidos, posiblemente podamos descubrir lo que ese algo puede ser.  También parece sugerir que este algo tiene que ver  con nosotros, como un pueblo que vive nuestra fe en estos tiempos, arraigados en la tradición y el testimonio de la Sociedad Religiosa de los Amigos.

La segunda sugerencia es que ahora no somos —si alguna vez lo fuimos— quienes tenemos que ser para poder ayudar al mundo a recibir este algo.

Y la tercera —quizás la sugerencia más significativa— es que pudiera existir alguna forma en que nosotros —aquí juntos, reunidos en persona y a través de la distancia— podríamos cooperar a convertirnos en algo que pueda responder de forma significativa a las necesidades del mundo, en estos tiempos en que hemos sido puestos.

Quisiera invitarlos a una exploración de nuestro lema, a compartir recuerdos de nuestra tradición viviente.  Espero que encontremos un recuerdo fresco de la invitación a una jornada compartida, juntos como Pueblo reunido en un pacto con Dios y de los unos con los otros.

El primer relato que quisiera compartir trata de algo que el mundo necesita.  Comienza, al igual que muchas de mis  experiencias en la obra de la Sección de las Américas, con un mensaje de texto inesperado.

Por varios años he conocido a mi querido Amigo Myron Guachalla a través de la obra del CMCA.  El año pasado él me envió un mensaje que no esperaba.  Como parte de su servicio en el Comité Ejecutivo Central, que está preparando la sesión plenaria mundial para el año próximo, estaba en camino de Nairobi a Bolivia, y había arreglado un cambio de vuelos en Boston.  Como iba a pasar cerca de donde yo vivo en Vermont, a  unas pocas horas de distancia, preguntó si podíamos vernos?

El día de la escala rumbo a La Paz, Myron y yo nos encontramos en Boston.  Descubrimos un parque cerca de la bahía, el sitio de una antigua fortaleza marítima que ha sido destruida y reconstruida varias veces.  El lugar fue usado, en los primeros años de colonización europea de la región donde vivo, para retener prisioneros de guerra indígenas antes de venderlos como esclavos.  Desde la fortaleza, un puente lleva a un largo rompeolas que se extiende por el agua hacia las islas de la bahía, y se adentra en el océano infinito.  Después, yo lo llevaría en mi auto al aeropuerto para el vuelo a su hogar.

Caminamos juntos por el rompeolas, en medio del viento y el agua, entre mar y tierra y cielo, en un momento entre llegada y partida, entre las tragedias y la diversidad de nuestra historia en este hemisferio por un lado, y un futuro desconocido por el otro.  En medio de nuestras trayectorias, andábamos juntos en un momento aislado.

Reflexionamos sobre los años desde la última vez que nos habíamos visto.  Compartimos nuestras historias; hablamos de cómo pasamos con el COVID, y de las luchas, de las pérdidas, y los gozos de los Amigos en nuestros contextos;  de cómo nuestro andar con Dios se había desarrollado, nuestro aprender a orar y a escuchar por la guía de Dios.  Hablamos sobre nuestro sentido de la condición del cuerpo de los Amigos, y la condición de nuestro mundo.  Nos preguntamos lo que nuestro lema parece preguntar, «¿Qué necesita el mundo ahora?» y «¿qué le podemos ofrecer, como Amigos»?

Me acuerdo de la claridad de Myron, quien me contaba de una conversación que había tenido la noche anterior con gente que habían sido inspirados durante sus propios encuentros con el movimiento cuáquero, y las múltiples buenas obras pasadas y presentes en que los Amigos participaban.

Hay tanto trabajo que hacer —dijo— labor importante en la que es posible que los Amigos sean guiados a participar, y tanta obra que individuos y organizaciones cuáqueras ya están haciendo:  acción social, servicio, presencia, testimonio, integridad en nuestras vidas y subsistencia, extendiéndose hacia un mundo más justo e incluyente.

Sin embargo, dijo, quizá lo que se necesita ahora no es solo la acción urgente, o más abogar y más cabildear, o entrenamiento y manifestaciones, más propuestas y peticiones y programas.  Quizá lo que el mundo necesita no se limita a nuestras acciones; quizá no se trata de nuestras obras, por fructíferas y significativas y estratégicas que sean. 

Quizá lo que el mundo necesita —dijo— es lo que inspira esas cosas.

Las palabras de Myron resonaron en mí profundamente, en aquel momento y después.  Quizás el mundo no necesita los frutos de nuestra fe, sino la Raíz.  El mundo necesita la Fuente de nuestra Esperanza.

Tal vez tú eres igual que yo.  En estos años, ha habido momentos en que esa Esperanza se ha sentido bastante lejana.  He luchado contra la desilusión.  En mi servicio de liderazgo institucional a nombre de comunidades de Amigos en la parte noreste de los Estados Unidos, en el ministerio del evangelio, y en mis relaciones con Amigos y vecinos en los lugares donde vivo y trabajo y ofrezco mi servicio, la separación y la tensión inexorable de estos años me han agotado. He quedado  entumecido.  He tenido que luchar para poder orar, y la voz de Dios, antes tan llena de firmeza y seguridad, se ha atenuado.

En mis esfuerzos por acompañar a los Amigos al navegar en medio de las tormentas de estos años, he tenido que enfrentarme a una dura verdad.  Sé por experiencia que para muchas comunidades de los Amigos, sobre todo en partes de los Estados Unidos, el cimiento espiritual que ha entretejido nuestras comunidades de fe ha sido revelado como frágil y quebradizo.  En muchos lugares, nuestro entendimiento compartido de la guía que nuestra tradición ofrece, no ha tenido bastante temple para absorber el sufrimiento, la ansiedad, la separación, y la desilusión de estos tiempos.  Confieso que las raíces de mi fe no han sido lo bastante profundas.  Comparto el quebranto del corazón por esas ocasiones en que no hemos profundizado lo suficiente en las raíces de nuestra fe.  Y estoy consciente de que no soy el único que ha llegado a esta dolorosa certidumbre.  Muchos de nosotros, y muchas de nuestras juntas y comunidades,  hemos perdido algo.

Sin embargo, sé por experiencia que en las sequías más severas, nuestras raíces aprenden a adentrarse más profundo para buscar el Agua Viva, más hondo que nunca antes.

Preparándome para este momento compartido, he orado, he escuchado para ser guiado, para aprender cómo yo —y nosotros— pudiéramos redescubrir esa Esperanza.

A menudo, cuando no sé a dónde ir, vuelvo al comienzo.

Tengo confianza en los inicios.  He descubierto que hay poder en volver a donde las cosas empezaron, en tratar de entender las lecciones que esos comienzos todavía pueden enseñarnos.

Aunque sea penoso o misterioso, necesitamos tratar de entender nuestros comienzos.  Existe un proverbio Árabe: Cuando no tenemos pasado, tampoco tenemos futuro.  Rufus Jones, el cuáquero norteamericano del siglo XX que hizo tanto para establecer lo que llegó a desarrollarse en el CMCA, advirtió que sin una relación viviente con el Espíritu que animó nuestro comienzo, llegaremos a ser como flores cortadas: bellas por el momento, pero en cierto sentido ya muertas.

Creo que el sendero para redescubrir y recuperar nuestra Esperanza se remonta a nuestros inicios como iglesia, como Sociedad Religiosa.

Entonces: ¿qué pueden nuestros inicios enseñarnos sobre lo que el mundo necesita, sobre nuestro proceso de transformación que permite que este algo tome forma en el mundo de hoy?

La mayoría de nosotros conocemos las palabras del Diario de George Fox que usó para describir su convencimiento.  Son palabras que a través de las generaciones han formado nuestro entendimiento del descubrimiento que dio a luz el movimiento cuáquero.  Escribe:

Y cuando todas mis esperanzas en ellos y en todos los hombres se habían desvanecido, hasta tal punto que no tenía nada externo que me ayudara, ni sabía qué hacer, entonces, ¡oh! entonces, oí una voz que me decía: «Uno hay, y es Jesucristo, que puede hablarle a tu condición»; y cuando esto oí, mi corazón saltó de alegría. 

Para estos primeros cuáqueros, el gozo vivificante de descubrir que los seres humanos podían experimentar directamente la voz interior del Cristo viviente, cambió sus vidas y encendió un movimiento.  Además de esto, existe la promesa que no sólo podemos oír esta voz que nos guía y sentir este poder liberador como individuos, sino que, cuando cada uno se somete a esta voz y poder en nuestro corazón, vamos a experimentarlo juntos.  Francis Howgill describe una de estas primeras experiencias de ser recogidos en una comunidad de pacto:

El Reino del Cielo nos reunió y nos recogió como en una red, y de una sola vez su poder celestial sacó centenares a la tierra. Llegamos a conocer un lugar donde morar, y cómo habíamos de esperar. El Señor se nos manifestaba a diario, cosa que nos causaba asombro, sorpresa y gran admiración, hasta tal punto que a menudo exclamamos los unos a los otros: «¡Qué! ¿Ha venido el Reino de Dios a morar entre los hombres?» 

Pero he aquí la parte que citamos menos, aunque sigue inmediatamente:

A partir de ese día, nuestros corazones quedaron entretejidos con el Señor y los unos con los otros en ferviente y verdadero amor, en el pacto de Vida con Dios. Esto era un lazo o compromiso fuerte para con todos nuestros espíritus, que nos unía los unos a los otros. Nos congregamos en la unión del Espíritu, en el lazo de la paz, pisoteando bajo nuestros pies todo razonamiento sobre la religión. Y se encendió una santa resolución en nuestros corazones, un fuego que la Vida prendía en nosotros para servir al Señor mientras tuviéramos aliento. […] En fin, de esta manera el Señor nos formó como pueblo para su alabanza en nuestra generación. 

Espero que en esto escuchemos lo siguiente:  El descubrimiento de los primeros Amigos fue la comunión con una Presencia personal.  Llegar a conocer y acoger esta Presencia, permitirle encontrar en nosotros un hogar, hace nacer una relación: no algo que construimos sino algo que nos es dado.  Siempre tenemos que escoger esta relación de pacto, pero primero, tenemos que ser escogidos. 

Esto está fundado en una vulnerabilidad, nacida de la desesperación con que nos agobia el mundo y su poder.  De la forma en que  George Fox narra la revelación  que le cambió la vida, el mundo no necesita ser salvado por nosotros.  El mundo necesita un testimonio vivo del Amor,  lo único que puede salvarnos de nosotros mismos.

En esta época, en la sociedad en la que vivo, este mensaje no tiene nada de popular.  A causa de las maneras en que ha sido usada esta enseñanza, en ciertos ámbitos se interpreta como negligencia teológica, especialmente por muchos de nosotros que conocemos las heridas de exclusión y marginalización, y sabemos que esta enseñanza ha sido usada como justificación para menospreciar los dones que Dios nos ha dado, para derribarnos o atropellarnos.  Sin embargo, no se puede evitar, si tomamos en serio el testimonio de nuestros antepasados espirituales, y de la gente mayor entre nosotros.  El cuaquerismo es una senda de descendimiento, no de triunfo personal.  Se nos invita a ceder, a entregar todo lo que somos, confiando en que al llegar al otro lado hallaremos el camino a nuestro hogar, una plenitud de vida más allá de lo que pudiéramos haber exigido, o creado, o imaginado.

Este descubrimiento fue una parte esencial de nuestro comienzo.  Sin embargo, periodos tan secos como este causan que nuestras raíces se profundicen más.  Por supuesto, nuestra larga trayectoria como Amigos no comenzó en la década de los 1650s.  Nuestro nombre tuvo su origen en un acontecimiento específico:  Existe un motivo por el cual nos llamamos Amigos.  Esta «Amistad», creo yo, está relacionada a fondo con la fuente de nuestra Esperanza, y cómo tenemos que compartirla.  Tiene mucho que ver con nuestra transformación

Dado su significado esencial en nuestra propia tradición, el nombre que usamos para saludarnos, y para describir nuestro movimiento en las Américas y en el mundo entero, me parece importante poner atención al contexto en que Jesús empezó a llamarnos «Amigos».  Esto empezó durante la cena una noche en un aposento alto en Jerusalén, hace dos mil años.

El Evangelio de Juan relata que después de compartir la cena, Jesús ofreció lo que iba a ser su mensaje final a los discípulos antes de su crucifixión.  En esta última enseñanza, cuando sabía que se acercaba la hora en que sería traicionado, arrestado, torturado, y ejecutado, dijo estas palabras:

Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado Amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer.

Entonces: Jesús les ha contado «todo».  Aun así, las narraciones de los evangelios no parecen haber entendido esto.

Las próximas acciones de los discípulos descritas en la narración bíblica son 1) quedarse dormidos;  2) entregar a Jesús a sus perseguidores;  3) intentar un  asesinato para evitar que Jesús fuera arrestado, desobedeciendo los mandatos de Jesús; y 4) abandonar a Jesús, cosa  que todos hicieron, excepto unas pocas mujeres fieles.  Ningún varón.  En medio de todo esto, protestaron que nunca harían tales cosas, aun cuando las estaban haciendo.  Manifestaron, una y otra vez, que no lo sabían «todo», que no entendían.

Quiero hablar del elefante en la sala, la cuestión obvia.  Según lo entendemos ahora, por supuesto, lo que Jesús dijo no era verdad. Los discípulos no lo sabían todo, no entendían a plenitud lo que venía.

Es obvio en la narración.  Solo después, mirando atrás después de la reorientación profunda de sus corazones —y de la Creación— que comenzó con la Resurrección.  Este entendimiento, a la luz de la Resurrección es la voz que narra los Evangelios.  Cuando por primera vez fueron llamados Amigos, no entendían lo que iba a venir.

Sin embargo, cuando escribieron el relato más tarde, los escritores de los Evangelios decidieron incluir el hecho de que los discípulos no entendían «lo que hacía su señor» — entonces el hecho de que todavía no entendían, cuando Jesús los llamó Amigos, tiene que haber sido importante para los escritores de la narración del Evangelio.  Aquí, en el comienzo, hay un mensaje que puede ser importante para nosotros también.

En vez de dar a los discípulos un manual, un plan de proyecto, una lista de principios o metas para lograr algo con su propia fuerza y lucha, Jesús los llamó a una Amistad.

No caminamos solos.  Somos dados los unos a los otros, reunidos en hermandades para viajar juntos como un Pueblo nacido, nutrido, y sostenido por comunión con esta Presencia, este Amigo.  Y este Ser está esperando para hablarle —si estamos dispuestos— a nuestra condición ahora, así como este mismo Amigo tocó a George Fox en su ansiedad, anhelo, y desesperación, así como este mismo Espíritu tocó a Myron y a mí aquel día sobre el rompeolas.

Y ahora: «Convertirnos en los cuáqueros que el mundo necesita». 

Aprender y ser inspirado por la fe y el testimonio de los Amigos en Cuba ha sido una gran bendición en mi vida.  Esta relación se formó por medio del Puente de Amor entre las juntas anuales en Cuba y Nueva Inglaterra.  Aunque lamento la continuación del endurecimiento político, la inacción, y el miedo que impide vernos en persona, me alegra saber que algunos Amigos cubanos han podido estar con nosotros en línea durante las actividades de esta semana, y que algunos están con nosotros por ese medio esta noche.  Una de las amistades que me ha servido de ancla y aliento en tiempos de lucha y duda es mi Amigo cubano William.

Tenemos más o menos la misma edad, y en las oportunidades compartidas a través de los años nos hemos reconocido como espíritus afines que respondemos a llamados del Señor para alentar y fortalecer nuestro pueblo de pacto en nuestros distintos contextos, como partes del cuerpo más amplio de los Amigos en nuestra época.

Varios años atrás, Robin Mohr y yo viajamos en el ministerio a La Paz para participar en un entrenamiento de Amigos de América Latina para el Cuerpo de Líderes Viajando en el Ministerio.  Nos reunimos con Amigos de Centro América, Sur América y el Caribe, incluyendo a William, que vino de Cuba a participar.

Una noche William y yo andábamos por las calles de la ciudad.  En el sosiego, William me dijo que llevaba en sí un mensaje del Señor, y sabía que yo debía escucharlo: «Ha llegado el momento para recoger a los que están dispuestos a ir con el Señor a Getsemaní».

Unas pocas palabras sobre Getsemaní, para que todos tengamos la misma información.  Getsemaní es el nombre de un lugar en las afueras de Jerusalén en el Nuevo Testamento, en el Monte de los Olivos.  Se describe como un olivar.  Cada uno de los cuatro evangelios menciona este lugar como el lugar donde Jesús va con sus discípulos antes de ser arrestado.

Estos cuatro relatos dejan claro que el lugar de Getsemaní, y lo que sucede ahí, es clave en la narración del evangelio.  Entonces: ¿Qué pasa en Getsemaní?

Quiero hacer una pausa aquí para hablar de los olivos y su fruto.

Los olivos crecen y prosperan en lugares secos, bajo duras condiciones en las que otros árboles se marchitan.  Sus gruesos y retorcidos troncos viven con resistencia y constancia en un calor agotador, bajo vientos y tormentas de invierno.  Aun cuando sus troncos son cortados a ras del suelo pueden volver a crecer.  Viven por un tiempo bastante largo.  Puede parecer que los olivos tardan una eternidad en dar fruto, pero el fruto vendrá.  Son símbolos de firmeza y resiliencia, aún en estos tiempos terribles en la tierra donde Jesús nació.

Los frutos del olivo, las aceitunas, solo crecen en ramas nuevas; por eso es necesario podarlo después de la cosecha.  La nueva vida viene solo después de pérdida y dificultad.  El fruto tiene que quedarse en el árbol para madurar; separados del cuerpo en que nacieron, no van a madurar.

Para conseguir el aceite, se prensa gran cantidad de aceitunas bajo un peso enorme.  El aceite tiene millares de usos: sanar y sostener la vida; dar luz; preservar la hermosura; nutrir el cuerpo; limpiar y ungir y bautizar a  los vivos y a los muertos.

Por todo el mundo, el aceite de oliva es muy común, siempre presente en nuestra mesa, el lugar de hospitalidad donde somos acogidos, nutridos en relaciones, y alimentados en el cuerpo.

En el lenguaje que Jesús hablaba, el lugar donde se prensan las aceitunas tiene un nombre.  Puedes recordarlo: es Getsemaní.

Regresemos al relato:

Después de la última cena —después de que llama a los discípulos «Amigos» por primera vez— Jesús sale por la puerta, y se adentra en la noche hacia Getsemaní.  Los discípulos lo siguen.

En el huerto, Jesús pide a unos pocos que oren, para que mantengan su atención en Dios, y no caigan en tentación.  Apartándose un poco, a donde todavía pueden verlo, comienza a orar.  Las oraciones de Jesús aquí en Getsemaní nos llevan al meollo de la jornada espiritual; a la profundidad del sufrimiento y de la condición humana, y al Camino al que Dios nos invita.

Consciente de todo lo que iba a pasar, Jesús desnudó su corazón en vulnerabilidad.  Derramó su espíritu al Señor en oración en las horas amargas de la noche, lágrimas como gotas de sangre caían a la agrietada tierra, Jesús ofreció un ejemplo vivo de la última rendición al amor, rendición por amor, especialmente cuando esa entrega, esa disponibilidad brotó del abismo de desesperación, desilusión, violencia y muerte.  

Mientras se preparaba para dar la vida y revelar la cautividad del mundo a la violencia, para ofrecer al mundo una invitación a la libertad y al gozo más allá de lo imaginable, dio un ejemplo de disponibilidad para que los discípulos lo siguieran.  «Si es posible —Abba, Padre— pase de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». 

Y como respuesta, los que él acababa de llamar para ser sus Amigos se quedaron dormidos.  En las horas y días venideros, lo desobedecieron, lo traicionaron, lo abandonaron.  Hay que dejarlo bien claro: no se quedaron distraídos por casualidad.  No es que la devoción a sus ejercicios espirituales era insuficiente.  Los primeros Amigos en el huerto de Getsemaní fueron traidores.  

Cuando los soldados vinieron a arrestar a Jesús, los discípulos huyeron.  Lo abandonaron, lo negaron, desobedecieron sus mandatos.  Y Jesús sabía que todo esto iba a acontecer, les dijo que iba a acontecer, los amó y los perdonó a pesar de todo:  a través de la desesperación solitaria en el abandono , el terror, y la muerte, y a través de la maravilla y el gozo de su regreso a ellos, llevando en sí el perdón y amor inquebrantable que siempre les había ofrecido.

Por generaciones, los Amigos hemos leído las Escrituras sabiendo que los acontecimientos  descritos no solo hablan de lo que pasó en la historia, sino también nos dan lenguaje para reflexionar sobre nuestra experiencia presente en nuestro peregrinaje con Dios.  Entonces para nosotros en esta noche, Getsemaní es un lugar real, un lugar en este historial de nuestro pasado y —si lo permitimos— también es un lugar espiritual, una condición del corazón.

Getsemaní es un umbral fronterizo; entre las tragedias y fracasos de nuestro pasado y el misterio de nuestro futuro, hecho posible por el gozo.  Estar dispuesto a ir a Getsemaní significa acoger la vulnerabilidad y el quebranto del corazón, y descubrir allí que estamos parados en suelo inquebrantable —no porque no habrá muerte, desilusión, ni dolor— ¡si lo habrá!  Sin embargo, nosotros podemos abandonar, pero jamás seremos abandonados.

Este lugar siempre está a nuestra disposición en la adoración, donde podemos esperar en vigilia con nuestros ojos puestos en el Maestro.  Ahí podemos estar seguros que al igual que esos primeros Amigos en el huerto, sí nos quedaremos dormidos, sí desviaremos la atención, sí descubriremos que hemos abandonado, en nuestro miedo y esfuerzo y confusión, aun nuestras más sentidas aspiraciones y compromisos a una vida de fe.

En cada momento, el huerto de Getsemaní nos espera de nuevo, una memoria de que somos llamados a ser Amigos por Aquel que nos amó primero.  Somos invitados a esta jornada por Aquel que sabía que todavía no podíamos entender por completo;

Aquel que nos invita tal como somos hoy,  y nos invita, en esta hermandad compartida,  tal como quizá lleguemos a ser transformados.

Más allá de Getsemaní, cuando el sol hace huir a las sombras, ahí está el mundo.  Es para el mundo —que siempre nos incluye, pero no se limita a nosotros—  que somos llamados, recogidos, y enviados.  A fin de cuentas, Getsemaní es un lugar de nacimiento, una matriz desde la que Dios da a luz una Nueva Creación.

Vivimos en un momento de Getsemaní.  Gran parte de la lucha del siglo XX, y de los primeros años del siglo XXI, la arrogancia de la ideología y el orgullo y el egoísmo, ahora está cediendo al agotamiento y la desesperación y la perturbación.  Nosotros y mucha gente a nuestro alrededor estamos cansados, cargados, presionados por el peso del sufrimiento, por el agobio por nuestros fracasos humanos y por los sueños no cumplidos.  De tantas maneras, estamos volviendo a la misma revelación de aquellos primeros Amigos.  Estamos reconociendo que no podemos salvarnos a nosotros mismos.

Rufus Jones sabía algo sobre esta experiencia clave de desilusión y sin-saber como cimiento de resistencia espiritual.  Escribió, «Si no te has aferrado a un madero de tu naufragado barco en la noche oscura del alma, quizá tu fe no tenga el poder sustentador para llevarte hasta el fin del peregrinaje».  Esta condición del corazón es lo que descubrimos en Getsemaní.

Nos parecemos a las aceitunas,  la Sociedad Religiosa de los Amigos, a un olivo, y los frutos del espíritu nacidos de las vidas vividas en esta Amistad se parecen al aceite de oliva exprimido de nuestros corazones dispuestos a someterse a la presión.  Entonces, vámonos a Getsemaní, el lugar para prensar las aceitunas.

Acompañar al Señor a Getsemaní significa estar en el umbral, aunque nuestros cuerpos tiemblen, con ojos y oídos y manos y corazones abiertos a los inicios, a la primavera de este mundo nuevo.  Esta esperanza se extiende, no solo para animar las políticas y los programas, los movimientos sociales y decisiones económicas, los servicios sociales y las escuelas y los proyectos de alimentación, sino también para tocar y perdonar y liberar aun los deseos secretos del corazón.  «Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios». 

Todavía no podemos saber lo que tenemos adentro; al igual que los discípulos no sabían, cuando fueron al huerto con su Amigo, qué aceite de amor y perdón sus vidas iban a producir.

Una cosa es necesaria: la disposición de ir juntos a la prensa de aceite.  Nadie ha podido extraer aceite de una sola aceituna.  Esto no se trata de ser salvos por separado, ni de nuestros viajes espirituales y satisfacciones  individuales.  Se trata de participar en la Amistad: vía por donde la unción de Dios sigue entrando en el mundo.  Las buenas nuevas no nos dicen que somos grandes ni valiosos ni santos; nos dicen que somos una hermandad de traidores perdonados, una sociedad siendo convertida en Amigos.

Y ahora: ¿Quiénes son los cuáqueros que el mundo necesita?

Los cuáqueros que el mundo necesita son los que están dispuestos a acompañar al Señor a Getsemaní.  Vulnerabilidad.  Ternura.  Resistencia flexible.  Humildad.  Pervivencia.  Paciencia.  Misterio.  Presencia.

Los cuáqueros que el mundo necesita son seres humanos redivivos en la Amistad, llevando en nuestras vidas una Esperanza que nos llega de las costas de más allá del océano de desesperación.

Una vez más, somos invitados  a redescubrir esta Amistad que abarca toda nuestra vida, tan relevante en los potreros como en una manifestación de protesta; en la fábrica como en el hospital, en el estudio de bellas artes y en el mercado, en las calles y en el despoblado, en la frontera y en el centro del país, junto al lecho de un ser querido moribundo, o un desconocido recién nacido, en las cámaras del gobierno tanto como en el hogar.

No hay manual de estrategia, no hay receta, no hay doctrina rígida ni programa de transformación; no hay «diez pasos fáciles».  No sabemos específicamente cómo parecerá el fin, ni los detalles del plan.  No hay «dónde», ni «qué», ni «cuándo».  Pero sí hay un Quién: hay una Presencia, un Amigo que puede encontrar, formar, y guiarnos.  Y hay un Cómo:  Hay un Camino.

La amistad que comienza en el umbral de Getsemaní termina en asombro y en gozo.  Que nos sea dada la valentía para seguir, que en cada nuevo y continuo nacimiento de este poder humilde, el mundo pueda ser limpiado, sanado, ungido, por el aceite de esta Gracia, extraída de corazones heridos y extraviados.

Muy pronto volveremos en cuerpo, y en mentes y corazones, a nuestros hogares y vecindarios, a nuestras responsabilidades.  ¿Qué será diferente?  ¿Dónde invertiremos nuestra atención, en este tiempo que es nuestra porción?

Cuando volvamos de nuevo a cada acción de diaria fidelidad, cuando volvamos juntos al mundo de nuevo, ¿cómo podrán nuestras vidas hacer visible la Esperanza que nos inspira?  ¿Cuáles frutos nacerán de este viaje?

¿Adónde nos guía esta Amistad?

Amigos:  Vengan y vean.